Música, universo en expansión

La música es el denominador común a la hora componer, tocar, dar clases, investigar y hasta escribir en general. Música, entendida para mi, como un universo en permanente expansión.
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lunes, 18 de mayo de 2009

Un comentario sobre "El Matadero (un comentario)"

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POR ABEL GILBERT

“El Matadero (un comentario)” es una obra dramático-musical de una potencia infrecuente en un mundo dominado por la cortesía o la impostura. El Matadero, me parece, molesta desde el inicio: pone en escena algo que se ha naturalizado y se ha vuelto invisible en cierta medida para nosotros, acostumbrados al exceso del exceso retórico.
El espectador se enfrenta a ese sentido común que recorre nuestra historia y que vuelve a brotar con sus máscaras y sus efluvios pampeanos por estos días (y meses). Sentido que se ha instalado cómodamente en el campo de una cultura bienpensante. Intuyo que Emilio García Wehbi buscó en esa saturación recordarnos cuánto somos hablados por esos discursos. No es la primera vez que lo hace. No es la primera vez que se le reprocha semejante carga. Y esa perturbación funciona: al punto de que muchos han preferido “separar” a la música de la escena a la hora de juzgar una obra que no admite ese tipo de compartimentaciones.
El dispositivo Wehbi no es bricolaje simbólico, a pesar de armarse sobre la base de la cita y la aglomeración. Funciona con un alto grado de eficacia junto con una música sofisticada. Marcelo Delgado solo utilizó esa voz, que opera como una suerte de subtitulado cantado de lo que se imprime en la pantalla (invirtiendo la jerarquía de las fuentes emisoras). Delgado, que tiene una larga experiencia en la dirección coral, despliega un vasto arsenal técnico que remite en buena parte de la tradición compositiva de posguerra (del Kagel de “Anagrama” a “Aventuras” de Ligeti o “Laborintus”, de Berio). Pero aquí no hay cut and paste, mero ejercicio de la apropiación, sino un verdadero y “federal” metabolismo puesto al servicio de la narrativa. El contrapunto de onomatopeyas campestres, el coro de silbadores “parciales”, la conversión del cuerpo en “resonador” de la discursiva patria, no son meros desprendimientos, “highlights”, coyunturas favorables, sino partes de un circuito integrado (“unitario”).
Me resulta problemático, Martín, hablar de los “mejores momentos”, en esta o cualquier obra, como si fueran parte de un gran i-pod (¿mi cabeza conectada a la compu?) que selecciona y ordena esas “pistas”. Como si, de esta forma, se neutralizara parte de esa fuerza. Pero, al mismo tiempo, no puedo dejar de recordar esos instantes, unidos, a la vez, a imágenes que me siguen interrogando. Delgado, que también es director, al frente de la Compañía Oblicua, ha exprimido las posibilidades de la voz masculina de un modo inusual en esta ciudad. Su renuncia a los orgánicos instrumentales se ha visto completamente compensada. Y si bien los autores tensan el mundo binario hasta la crispación, me habría gustado ver (gustos personales, ¿eh?) en qué medida esos polos también se someten permanentemente a intercambios (¿cómo sonaría el contratenor afrancesado carraspeando la voz y Matasiete estilizándola?).
Uno siempre tiene la tentación de sobrescribir lo ya escrito, porque suele ser el lugar más confortable de la crítica. Ha tratado de reducir a El Matadero a la batea de “teatro político”, como si, en esa taxonomía, se disculparan o excusaran sus desbordes o explicaran debilidades congénitas. Pero, a mi entender, la obra es “política” por otras razones.
El Matadero es, además, un comentario sobre los usos y modos que circula la llamada música “contemporánea” (término acuñado por Goebbels para marcar distancia de la música “moderna” -es decir, decadente- de los años de Weimar, y que sigue resonando aquí, allá y en todas partes después de la desnazificación). Su extraterritorialidad (un centro universitario, al lado de un mega restorante chino, con una Corrientes en penumbras, en una sala apta para las asambleas estudiantiles y no para una ópera de cámara) la vuelve aún más problemática (no me la imagino, después de este recorrido, en otro lugar). No puedo dejar dejar de trazar una línea imaginaria para medir la distancia de este proyecto con la altisonancia de algunos mandarines culturales que siguen vendiendo parques temáticos de la experimentación escénica con repertorios a los que se les oculta la fecha de vencimiento (la lógica de la gestión para el beneficio propio los llevará a levantar un centro cultural en la base Comodoro Marambio, el límite del descenso desde el centro al sur).
No puedo dejar de escucharla en respuesta a quienes aseguran que “componer no es argentino” (dictum acompañado de la glosa y la autoindulgencia biográfica: vale la pena responderle al autor de semejante manifiesto publicado en Nuevas poéticas en la música contemporánea argentina. Escritos de compositores). Fui dos veces a ver la obra. Todavía tengo muchas preguntas que hacerme.

domingo, 26 de abril de 2009

La teta

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POR ABEL GILBERT

En la versión de El oro del Rin que Pierre Boulez dirigió en los años 80 en el Bayreuther Festpiele se produce, por un brevísmo momento, un movimiento escénico fallido. Los gigantes Falsolt y Fafner le reclaman Wotan la paga por su trabajo. Wotan les había ofrecido a Freia. Fricka, esposa de Wotan, trata de que el pacto no se cumpla. Freia se resigna a un destino cautivo. Los cantantes que intepretan a los gigantes están parados sobre un andamiaje que simula una altura portentosa. Sus movimientos de manos son torpes. Y es por eso que uno de ellos roza sin querer uno de los pechos de Freia (nada menos que la diosa del amor). El intérprete saca el brazo como espantado, por acto reflejo -o el reflejo de un acto impensado.
Aquel fallido me vino a la memoria después de leer la indignada crónica decimonónica de Juan Carlos Montero en la sección de amenidades musicales de La Nación. Los pechos -algunos turgentes y, tal vez, por ello más problemáticos- de las actrices francesas que participaron de los complementos escénicos de la Sinfonía Fantástica y Lelio tuvieron, a los ojos del cronista, las formas de invectivas mamarias. Montero nunca dice la palabra “teta”, ni, claro, tampoco los sinónimos corrientes de esta sociedad siliconada. No. Montero habla de la “acción teatral” llevada a cabo adelante de la orquesta y la que se refuerza con pantallas suspendidas sobre el escenario para proyectar “rostros de bellas mujeres maquillándose como si fueran actrices” y “otras imágenes” (rubro de la generalidad que incluiría todo tipo de órgano glandular o extremidades a la vista).
Qué mala leche.
La régie de la primera obra opiómana de la música “clásica” -o sea: no la obra de una carmelita descalza sino la de alguien inspirado vivamente en los excesos de Tomas de Quincey, el autor de Del asesinato considerado como una de las bellas artes y Confesiones de un inglés comedor de opio- se había erotizado demasiado para el público del Mozarteum, o al menos eso creyó el cronista. Montero se erigió en el portavoz de una bronca cortesana y consideró al “ramillete de bailarinas-actrices” como muestras (y, sí, mostraban) de una “vulgaridad y gratuidad innecesaria de las situaciones a las que se vieron obligadas a realizar”. La anomalía visual -propia de las tiendas de lencería, los programas de Tinelli, las publicidades de las revistas- tuvo, naturalmente, su efecto en la escucha. Y es por eso que el cronista de amenidades calificó de “discreta” la extraordinaria versión de la Fantástica (una alegoría de la pasión y el desborde premoderno). Una versión “carente de emotividad”. Oh, Montero, seamos al menos nietzscheanos cuando vamos al teatro (confrontados con la suprema revelación de la música, cualquier analogía es superflua). Y si no podemos prescindir del soporte visual, no lo hagamos por cuestiones de pudor… Qué desazón pero, finalmente, qué osadía la del Mozarteum Argentino, ¿no? Los programadores, dice Montero, abrieron generosamente las puertas a “algo de los pensamientos imperantes en Europa en relación a las puestas escénicas del espectáculo teatral, donde en aras del progreso se recurre con liviandad al dudoso gusto, falsedad y distorsión de las formas”. Todo en arte, subraya el cronista, es material “opinable y tema para un ardiente debate”. Por eso, en el teatro Coliseo, “muchos se manifestaron desagradados y se retiraron”, y otros “aplaudieron y ofrecieron un bravo sonoro, realidad de una época de la vida que servirá a las nuevas generaciones para medir su criterio estético”.
El aderezo escénico pensado para la Fantástica fue tal vez innecesario, un ejercicio de levedad tecnológica y parisina. Pero, el malestar de Montero habla por muchos (otros que callaron), y no solo aquellos que se “retiraron” del teatro sonrojados, creyendo, por un momento, haber entrado al Tabaris. El lugar del cuerpo en la escena musical sigue siendo aquí, al parecer, un problema, donde no abunda el desparpajo presupuestario. La teta es apenas una anécdota metonímica.
Martín: prometo seguirla después que vaya a ver El matadero, la obra de Marcelo Delgado y Emilio García Wehbi.