POR ABEL GILBERT
“El Matadero (un comentario)” es una obra dramático-musical de una potencia infrecuente en un mundo dominado por la cortesía o la impostura. El Matadero, me parece, molesta desde el inicio: pone en escena algo que se ha naturalizado y se ha vuelto invisible en cierta medida para nosotros, acostumbrados al exceso del exceso retórico.
El espectador se enfrenta a ese sentido común que recorre nuestra historia y que vuelve a brotar con sus máscaras y sus efluvios pampeanos por estos días (y meses). Sentido que se ha instalado cómodamente en el campo de una cultura bienpensante. Intuyo que Emilio García Wehbi buscó en esa saturación recordarnos cuánto somos hablados por esos discursos. No es la primera vez que lo hace. No es la primera vez que se le reprocha semejante carga. Y esa perturbación funciona: al punto de que muchos han preferido “separar” a la música de la escena a la hora de juzgar una obra que no admite ese tipo de compartimentaciones.
El dispositivo Wehbi no es bricolaje simbólico, a pesar de armarse sobre la base de la cita y la aglomeración. Funciona con un alto grado de eficacia junto con una música sofisticada. Marcelo Delgado solo utilizó esa voz, que opera como una suerte de subtitulado cantado de lo que se imprime en la pantalla (invirtiendo la jerarquía de las fuentes emisoras). Delgado, que tiene una larga experiencia en la dirección coral, despliega un vasto arsenal técnico que remite en buena parte de la tradición compositiva de posguerra (del Kagel de “Anagrama” a “Aventuras” de Ligeti o “Laborintus”, de Berio). Pero aquí no hay cut and paste, mero ejercicio de la apropiación, sino un verdadero y “federal” metabolismo puesto al servicio de la narrativa. El contrapunto de onomatopeyas campestres, el coro de silbadores “parciales”, la conversión del cuerpo en “resonador” de la discursiva patria, no son meros desprendimientos, “highlights”, coyunturas favorables, sino partes de un circuito integrado (“unitario”).
Me resulta problemático, Martín, hablar de los “mejores momentos”, en esta o cualquier obra, como si fueran parte de un gran i-pod (¿mi cabeza conectada a la compu?) que selecciona y ordena esas “pistas”. Como si, de esta forma, se neutralizara parte de esa fuerza. Pero, al mismo tiempo, no puedo dejar de recordar esos instantes, unidos, a la vez, a imágenes que me siguen interrogando. Delgado, que también es director, al frente de la Compañía Oblicua, ha exprimido las posibilidades de la voz masculina de un modo inusual en esta ciudad. Su renuncia a los orgánicos instrumentales se ha visto completamente compensada. Y si bien los autores tensan el mundo binario hasta la crispación, me habría gustado ver (gustos personales, ¿eh?) en qué medida esos polos también se someten permanentemente a intercambios (¿cómo sonaría el contratenor afrancesado carraspeando la voz y Matasiete estilizándola?).
Uno siempre tiene la tentación de sobrescribir lo ya escrito, porque suele ser el lugar más confortable de la crítica. Ha tratado de reducir a El Matadero a la batea de “teatro político”, como si, en esa taxonomía, se disculparan o excusaran sus desbordes o explicaran debilidades congénitas. Pero, a mi entender, la obra es “política” por otras razones.
El Matadero es, además, un comentario sobre los usos y modos que circula la llamada música “contemporánea” (término acuñado por Goebbels para marcar distancia de la música “moderna” -es decir, decadente- de los años de Weimar, y que sigue resonando aquí, allá y en todas partes después de la desnazificación). Su extraterritorialidad (un centro universitario, al lado de un mega restorante chino, con una Corrientes en penumbras, en una sala apta para las asambleas estudiantiles y no para una ópera de cámara) la vuelve aún más problemática (no me la imagino, después de este recorrido, en otro lugar). No puedo dejar dejar de trazar una línea imaginaria para medir la distancia de este proyecto con la altisonancia de algunos mandarines culturales que siguen vendiendo parques temáticos de la experimentación escénica con repertorios a los que se les oculta la fecha de vencimiento (la lógica de la gestión para el beneficio propio los llevará a levantar un centro cultural en la base Comodoro Marambio, el límite del descenso desde el centro al sur).
No puedo dejar de escucharla en respuesta a quienes aseguran que “componer no es argentino” (dictum acompañado de la glosa y la autoindulgencia biográfica: vale la pena responderle al autor de semejante manifiesto publicado en Nuevas poéticas en la música contemporánea argentina. Escritos de compositores). Fui dos veces a ver la obra. Todavía tengo muchas preguntas que hacerme.